Comentario
Continuando nuestro camino, pasamos entre estas islas: Caioan, Laigoma, Sico, Giogi, Caphi (en esta de Caphi nacen homúnculos, como los enanos, los cuales son los pigmeos y están sometidos por la fuerza a nuestro rey de Tadore), Laboan, Toliman, Titameti, Bachian (que se mencionó ya), Latalata, Talobi, Maga y Batutiga. Apartándolas y al poniente de Batutiga, avanzamos entre poniente y garbino, descubriendo en el umbra de la tarde un puñado de islotes empero, los pilotos de Maluco aconsejaron seguir, pues nos desenvolvíamos entre muchos escollos y bancos de arena. Enfilamos el siroco, hasta dar en una isla en los dos grados de latitud del Polo Ártico y a cincuenta leguas de Maluco. Llámase Sulach.
Los de esta isla son gentiles, y nada tienen. Comen carne humana y andan desnudos, así hombres como mujeres, pues solamente con un jirón de corteza arbórea cubren sus compromisos. En muchas de estas tierras comen carne humana; así nombran algunas: Silan, Noselao, Biga, Atulabaon, Leitimor, Tenetum, Gondia, Pailarurun, Manadan y Benaia. Costeamos luego otras dos -Lamatola y Tenetuno- a casi diez leguas de Sulach.
Una isla encontramos de ciertas dimensiones, en la que hállanse arroz, cerdos, cabras, gallinas, cocos, caña de azúcar, sagu, un manjar que elaboran con higos (llámanlo chanali) y jácaras, que llaman nanga. Las jácaras se parecen a las sandías, pero con un exterior de nudosidades; dentro, guardan unos frutos rojos, minúsculos como albaricoques y, en lugar de huesos, unas pepitas como alubias, tiernas si se comen, no menos que las castañas. Hay otro fruto también que recuerda a las piñas, amarillo por fuera y por dentro blanco. Cortándolo, dijérasele un pero, pero es más tierno y mejor. A éste dicen comilicai.
Tampoco se visten aquí como en Solach. Son gentiles y no tienen igual, nada. Está la isla en los 3 1/2 grados de latitud del Polo Ártico, y a setenta y cinco leguas de Maluco. Buru es su nombre. Diez leguas al Levante, surge otra isla, ancha también que confina con Jaialolo y pueblan moros y gentiles: los moros, al borde del mar; los gentiles en el interior (estos últimos comen carne humana). Prodúcese ahí todo lo que se mencionó; la nombran Ambon.
Entre Buru y Ambon hay otros tres islotes, circundados de bajos difíciles: Vudia, Cailaruri y Benaia. Cerca de Buru, cuatro leguas al Sur, otra menor: Ambelau.
A cerca de treinta y cinco leguas de aquella isla de Buru, a la cuarta del mediodía hacia garbino, encuéntrase Badan-Bandan, con otras doce. En seis, prodúcese la matia, así como la nuez moscada; éstos son sus nombres: Zoroboa -la mayor- Chelicel, Samianapi, Pulac, Pulurun y Rosoghin. Las otras seis son éstas: Unuveru, Pulan Baracan, Lailaca, Manuca, Man y Ment. En ellas no se encuentra nuez moscada, aunque sí sagu, arroz, cocos, higos y otros frutos; están muy vecinas la una de la otra. Los pueblos de acá son moros, y sin rey. Bandan está en los seis grados de latitud del Polo Antártico, y en los 163 1/2 grados de longitud de la línea de partición; no nos acercamos porque nos desviaba de ruta.
Partiendo de aquella de Buru, a la cuarta de garbino hacia poniente, cerca de los ocho grados de longitud, alcanzamos tres islas: Zolot, Nocemamor y Galian, y al navegar entre ellas pasamos una borrasca feroz, que, de vencerla, peregrinaríamos a Nuestra Señora de la Guía. Adelantándonos al temporal, buscamos refugio en una isla muy alta, no sin destrozarnos antes la fatiga por los torrentes que se derramaban sobre tal monte, luego del empuje del mar.
Son los hombres de allí selváticos y bestiales. Comen carne humana, nada poseen, van desnudos -con el taparrabos de los otros- cuando se disponen a combatir, revístense de trozos de piel de búfalo por el pecho, espalda y flancos, adornados de cuernecillos, dientes de cerdo y colas de pelleja de cabras, que cuelgan por todas partes. Llevan altísima la cabellera, gracias a ciertos peines largos, de caña, que crúzanla de parte a parte. Llevan barbas hirsutas, con hojarasca revuelta, y armadas en tiras de caña, lo que les da un aspecto ridículo. Y son, en fin, los más sucios de esta India.
Sus arcos y flechas son de caña, y tienen ciertos sacos, hechos con hojas unidas, en los que sus mujeres transportan la comida y la bebida. Al divisarnos, acercáronse con los arcos prontos. Pero apenas les distribuimos cuatro obsequios, pasamos a ser sus amigos.
Quince días gastamos allá, para reparar las bordas de nuestra nave. Se encuentran en la isla gallinas, cabras, cocos, cera (por una libra de hierro viejo nos dieron quince de cera) y pimientos largos y redondos. Esos pimientos largos se parecen a los gusanillos que en invierno les salen a las avellanas. Su árbol recuerda mucho a la hiedra, a imitación de la cual vive parasitariamente adherida a otro árbol, pero sus hojas son más como las de los morales. Llámase luli. El pimiento redondo nace igual, pero en espigas, a la manera que el pimentón de la India, y se desgrana. Lada se le nombra. En esta parte, los campos surgen llenos de tal pimiento, que se enreda al estilo de las parras.
Nos apoderamos aquí de un hombre, para que nos condujese a alguna isla donde podernos avituallar. Ésta quedaba en los 8 1/2 grados del Polo Antártico, y a 169 2/3 de longitud de la línea de partición. Su nombre, Malua.
Expliconos nuestro viejo piloto de Maluco que existe cerca de aquí una isla llamada Arucheto. Los hombres y mujeres de la cual no son más altos que un cubo, y tienen las orejas tan grandes como ellos mismos, pues en la una hacen su lecho, y con la otra se cubren. Van afeitados y desnudos del todo; corren mucho, tienen la voz muy fina, habitan en cavernas subterráneas y devoran peces y una sustancia que se oculta entre las cortezas y los troncos, que es blanca y redonda como confites, y la llaman ambulon. Por las fortísimas corrientes y los bajos no fuimos hasta allí.
El sábado 25 de enero de 1522, salimos de la isla de Malua, y el domingo 26 llegamos a una mayor, a cinco leguas de aquella, entre mediodía y garbino. Bajé yo solo, para hablar con el jefe de una villa, llamada Amaba, y conseguir provisiones. Respondió que nos daría búfalos, cerdos y cabras, pero no conseguimos llegar a un acuerdo, pues pedía una infinidad de cosas por cada búfalo. Quedándonos a nosotros poquísimas, y apretándonos el hambre, retuvimos a bordo a un principal con su hijo. Eran de otra villa, Balibo, y por temor a que los matásemos, nos dieron sin demora seis búfalos, cinco cabras y dos cerdos. Mas, en vez de completar el número de diez cerdos y diez cabras exigido para rescate, otro búfalo aún. Con lo que le enviamos a tierra satisfechísimo, con tela, paños indios de seda y de algodón, hachas, navajas, tijeras, espejos y cuchillos.
Aquel señor a quien fui yo a hablar tenía sólo mujeres a su servicio. Andan tan desnudas como las otras, y de las orejas les penden reducidos anillos de oro con flecos de seda; llevan en los brazos multitud de brazaletes de oro y de latón hasta el codo. Los hombres van como las mujeres, salvo que se atan al cuello varias cosas de oro, redondas como un tajo, y en las melenas peines de caña adornados con anillas de oro; alguno de ellos luce también aros de calabaza seca, colgándole en lugar de los pendientes de oro habituales.
Encuéntrase aquí sándalo blanco -y sólo aquí- jengibre, búfalos, puercos, cabras, gallinas, arroz, higos, caña de azúcar, naranjas, limones, cera, almendras, alubias y otras cosas, además de papagayos de diverso color. En la otra parte de la isla habitan cuatro hermanos que son sus reyes. Donde atracamos nosotros había sólo algunos poblados dependientes de señores. Los nombres de las cuatro cortes de aquellos reyes son: Oibich, Lichsana, Suai y Cabazana. Oibich es la mayor; en Cabazana, según nos dijeran, hállase mucho oro en un monte, y compran las mercancías con pepitas de oro. Todo el sándalo y la cera que contratan los de Java y Malaca lo contratan en esta otra parte. Un junco de Luzón encontramos, venido por sándalo aquí.
Estos pueblos son gentiles, y cuando van a cortar el sándalo (ese nombre mismo le dan ellos) se les aparece el demonio bajo diversas formas, y les dice que si necesitan algo se lo pidan entonces, con lo que se ponen enfermos para algunos días.
El sándalo se corta en determinadas fases de la luna; de otra forma, no sería bueno. Las mercancías que interesan a cambio de él son: paño rojo, tela, hachas, hierro y clavos. La isla está habitada, y es muy larga de levante a poniente, aunque poco de mediodía a tramontana. Hállase en los diez grados de latitud del Polo Antártico, y en los 164 1/2 grados de longitud de la línea de partición, y se llama Timor. En todas las islas que cruzamos por este archipiélago reina el mal de San Iop, y más aquí que en los demás. Lo llaman for franchi, o sea, mal portugués.
A una jornada de allá, entre poniente y mistral, nos dijeron que existe otro territorio donde nace la canela, llamado Ende. Su población es gentil y no los manda rey. Por el mismo camino aparece otra multitud de islas, una tras otra, hasta Java Mayor y el cabo de Malaca. Los nombres son éstos: Tanabutun, Crenochila, Bimacore, Arauaran, Main, Zumbava, Lamboch, Chorum y Java Mayor. Estos pueblos no la llaman Java, sino Giaoa. Las mayores villas de Java son éstas: Magepahor (su rey fue, en vida, el más poderoso de ese archipiélago, nombrado rajá Pathiunus), Sunda (extraordinariamente feraz en pimienta), Daha, Dama, Gaghiamada, Minutarangan, Cipara, Sidain, Tuban, Cressi, Cirubaia y Balli. Y frontera a Java Mayor, encuéntrase aún la isla de Madura, como a una media legua.
Explicáronnos que, cuando alguno de los notables de Java Mayor muere, incendian su cuerpo; su mujer principal adórnase con guirnaldas de flores y se hace transportar, sobre un escaño adaptado a los hombros de cuatro servidores, por toda la villa. Y riendo y confortando a todos sus parientes, que lloran, les dice: "No lloréis, porque yo me marcho al crepúsculo a cenar con mi amado esposo, y a dormir junto a él esta noche." Luego, la transportan junto al fuego en que su marido arde, y, tras volverse hacia sus parientes confortándolos por segunda vez, arrójase sobre el cadáver e incrementa la pira. Si tal no hiciera, nadie la tendría por mujer de bien, ni por auténtica esposa del muerto.
Igualmente nos informaron de que los mozos de Java, cuando se enamoran de alguna bella joven, átanse con hilo ciertas campanillas entre miembro y prepucio; acuden bajo las ventanas de su enamorada, y, haciendo acción de orinar y agitando el miembro, tintinean las tales campanillas hasta que las requeridas las oyen. Inmediatamente acuden al reclamo, y hacen su voluntad: siempre con las campanillas, porque a sus mujeres les causa gran placer escucharlas cómo les resuenan dentro de sí. Las campanillas van siempre cubiertas del todo, y cuanto más se las cubre, más suenan.
Nuestro piloto más viejo nos dijo que hay una isla llamada Occoloro, bajo Java Mayor, donde sólo viven mujeres. Las fecunda el viento, y después, al parir, si lo que nace es macho, lo matan; si es hembra, la crían. Si desembarcan en aquella isla hombres, mátanlos también en cuanto les es posible.
Nos refirió más tarde que, bajo Java Mayor, hacia la tramontana o por el golfo de China, a la que los antiguos denominaban Signo Magno, encuéntrase cierto árbol enorme, en el que se anidan pájaros por nombre garuda, tan grandes, que cargan con un búfalo y un elefante hasta él. Dicho lugar es Puzathaer; el árbol, cam pangaghi, su fruto, buapangaghi. Este es mayor que una sandía.
Los moros de Burne que teníamos en las naves nos habían ya dicho que vieron tales frutos, pues su rey guardaba dos, regalo del de Siam. Ningún junco ni cualquier otra embarcación puede aproximarse al sitio del árbol, por los tremendos remolinos de agua que lo circundan; la primera noticia que del gigante se tuvo fue a través de un junco, que el viento sumió en los remolinos tales. Quedó destrozado, y muertos sus hombres todos, salvo un niño chico, que, agarrado a un tablón, por milagro fue a parar junto al increíble tronco. Trepando a él acurrucose, sin darse cuenta, bajo el ala de uno de aquellos pájaros. Al día siguiente, bajando el ave a tierra para secuestrar un búfalo, el niño se acomodó entre plumas lo mejor posible..., y por él se supo el lance. Con lo que los pueblos próximos diéronse cuenta de que eran del árbol los frutos que hallaban sobre el mar.
Queda el cabo de Malaca en el grado 1 1/2 antártico. Al oriente de ese cabo y todo a lo largo de la costa, hállanse muchas ciudades y villas. Algunos nombres son éstos: Cingapola -en la punta-, Pahan, Calantá, Patani, Bradlun, Benam, Lagon, Cheregigaran, Tumbon, Práhan, Cuí, Brabri, Bangha, India (ésta es la ciudad donde habita el rey de Siam, que se llama Siri Zacabedera), Iandibun, Lanu y Langhon Pifa. Dichas ciudades están edificadas como las nuestras, y obedecen al rey de Siam.
En ese reino de Siam, según nos dijeron, abundan por las riberas de los ríos ciertos pájaros grandes que no comerían jamás ningún animal muerto que quedase por allí, si antes no aparecía otro pájaro que le comiera el corazón. Después, ellos comen el resto.
Después de Siam viene Camogia; llaman a su rey Saret Zacabedera. Y Chiempo; su rey, rajá Brahaun Maitri.
En ese lugar crece el ruibarbo, que se descubre así: júntanse veinte o veinticinco hombres, y van al bosque; cuando la noche llega, encarámanse a los árboles: tanto para percibir el aroma del ruibarbo, como por temor a los leones, elefantes y otras fieras. El viento trae el olor de en qué parte el ruibarbo esté; así que, llegado el día, encamínanse allá y buscan hasta encontrarlo. El ruibarbo es un tronco grueso y podrido; a no estar podrido, no soltaría aquel olor. Lo interesante del ruibarbo es su raíz; nada, salvo ella, es ruibarbo. Y menos el tronco, que denominan calama.
Después hállase Cochi. Su rey es el rajá Scribumni Pala. Y después, la Gran China. Es su rey el mayor del mundo; tiene por nombre Santoha rajá, y bajo su poder a sesenta reyes de corona, algunos de los cuales, a su vez, cuentan por súbditos a otros diez o quince monarcas. Su puerto es Guantan.
Entre las numerosísimas ciudades hay dos más populosas: Namchin y Combatu. En la segunda reside el rey. Rodéanle cuatro jerarcas: uno, al poniente de su palacio; otro, al levante; otro, al Sur; otro, al Norte. Ninguno de ellos otorga audiencia sino a quienes proceden de su orientación. Todos los reyes y señores de la India Mayor y la Superior obedecen a este soberano, y, como signo de su vasallaje, cada uno tiene en el centro de su plaza un animal esculpido en mármol, más gallardo que el león, y al que dicen chinga. Este chinga es el sello de dicho rey de China, y todos los que pretenden ir allí convendrá que lleven el mencionado animal esculpido en un diente de elefante; de lo contrario, no conseguirán entrar en aquel puerto.
Cuando algún señor desobedece a tal rey, hácenlo desollar, y secan la piel al sol luego de salarla. Más tarde, la rellenan con paja u otra cosa, poniéndola con la cabeza baja y las manos juntas encima, en un lugar de la plaza bien visible, de forma que todos la observen haciendo zonghu (reverencia).
Este rey no se deja ver por nadie; y cuando él quiere ver a los suyos cruza el palacio en el interior de un pavo magistralmente construido, cosa riquísima, acompañado por seis de sus mujeres principales, vestidas como él, hasta que penetra en una serpiente que llaman nagha, rica como lo más que verse pueda, y la cual asoma sobre el patio principal del palacio. El rey y las mujeres entran ahí de prisa, para que a él no se le reconozca; ve a los suyos a través de un gran cristal que ocupa el pecho de la serpiente. Se los ve a él y a ellas, pero sin poder discernir cuál sea el soberano. El cual desposa a hermanas suyas, a fin de que la sangre real no se mezcle.
Alrededor de su palacio hay siete cercos de muralla, y en cada uno de los espacios entre cerco y cerco, diez mil hombres, que montan su guardia hasta que, cuando una campana suena, vienen otros diez mil a relevarlos. Y así día y noche.
Cada una de las siete murallas tiene una puerta. En la primera, aparece esculpido un hombre que empuña cierto arpón, o sea, satu horan con satu bagan; en la segunda, un perro (satu hain); en la tercera, un hombre con un mazo herrado; a quien dicen satu horan con pocum becin; en la cuarta, otro hombre arco en mano (satu horan con anac panan); en la quinta, un hombre con una lanza, o, como ellos, satu horan con tumach; en la sexta, un león, satu houman; en la séptima, dos elefantes blancos, esto es, dos gagia pute.
En el palacio hay setenta y nueve salas, por las que sólo circulan las mujeres que sirven al rey. Hay siempre antorchas ardiendo. Un día se tarda en dar la vuelta al edificio. En lo más alto de él hay cuatro salas más, donde alguna vez suben los principales para hablar con su señor. Una está recubierta de metales, así por abajo como por arriba; otra, de plata; otra, por completo de oro; la última, de perlas y piedras preciosas. Cuando sus vasallos le entregan oro y otras riquezas como tributo, lo reparten por estas salas, diciendo: "Sirva esto para honor y gloria de nuestro rajá Santoha." Todas esas cosas, y más, de dicho rey nos las explicó un moro; él las había visto.
La gente de China es blanca y vestida. Comen sobre mesas, como nosotros, y tienen cruces, aunque no sepamos por qué las tengan.
En China se produce el musco: el animal de donde se extrae parécese en cuerpo a los gatos o las liebres, y se alimenta sólo de unos troncos dulces, delgados como el dedo, que llaman chamaru. Cuando quieren obtener el musco, aplican al gato una sanguijuela sin apartarla hasta el cabo de un tiempo: que esté bien llena de sangre. Después, la exprimen sobre un plato, poniendo la sangre al sol hasta cuatro o cinco días. Báñanla con orina, y tornan a dejarla otro tanto al sol. Así, se obtiene el musco perfecto. Todos los que poseen esa especie de animales deben tributar al rey por ellos. Aquellos pedacitos que se parecen bastante a los granos de musco son, en realidad, menudillos de cordero majados; el verdadero musco no es sino sangre, y, aunque lo veamos en pedacitos, éstos se deshacen pronto. A ese animal y al gato llámanlos castores; a la sanguijuela, lintra.
Siguiendo después la costa de esa China, hállanse muchos pueblos, que son: los chienchii, que ocupan islas en las que se producen perlas y canela; los lechii, en tierra firme. Sobre el puerto de éstos atraviesa una montaña, así que es menester desarbolar todos los juncos y naves que pretendan acogerse allí. El rey Moni, de tierra firme también, tiene bajo su dominio a otros veinte reyes, siendo él, en cambio, tributario del de China. Su ciudad se llama Baranaci; ahí está el Catay oriental.
En la isla de Han, alta y gélida, abunda el metal, plata, perlas y seda; su rey es el rajá Zotru. El de Mliianla, el rajá Chetisuqnuga. El de Gnio, el rajá Sudacali. Estos tres lugares son de tremendo frío y de tierra firme. Triaganba, Trianga son dos islas a las que vienen perlas, metal, plata y seda; su rajá, Rrom, Brassi-Bassa, en tierra firme. Después, Sumdit y Pradit, dos islas riquísimas en oro, y cuyos hombres llevan grandes aros de dicho metal en la parte baja de las piernas. Más allá de éstos, y siempre en tierra firme, pueblan las montañas tribus, en las que los hijos matan a su padre y a su madre cuando envejecen, para evitar que se fatiguen.
Todos los pueblos de esta parte son gentiles.
En las últimas horas de la noche del martes 11 de febrero de 1522, partiendo de la isla de Timor, nos adentramos en el océano -el Lant Chidol, para los de aquellas tierras-, y, con enfilar entre garbino y poniente, dejamos a mano derecha, hacia la tramontana (y por miedo al rey de Portugal), la isla Zamatra, que llamaron Taprobana en otro tiempo, Pegú, Bengala, Uriza, Chelin -en la que viven los malabares, bajo el rey de Narsingha-; Calicut, bajo el mismo rey; Cambaia... Ésta comprende a Guzerati, Cananor, Goa, Ormus y toda la otra costa de la India Mayor.
Cuya India Mayor la integran seis castas de hombres: naires, panicalos, iranaos, pangelinos, macuaos y poleaos. Los naires son la casta dominante; los panicalos, los ciudadanos (esas dos castas conversan entre sí); los iranaos recolectan el vino de palma y los higos; los pagelinos son los marineros, y los macuaos los pescadores. Los poleaos, por último, siembran y recogen el arroz; viven perennemente en el campo, sin pisar ciudad alguna..., y, cuando se les da algo, lo ponen sobre la tierra antes de recogerlo. Siguen las calles sin olvidarse de gritar: "¡Po! ¡Po! ¡Po!"; o sea, "¡Guardaos de mí!". Ocurrió, según me refirieron, que un nair fue casualmente rozado por un poleao, e inmediatamente el nair se hizo dar muerte para no seguir viviendo en deshonor.
Antes de doblar el cabo de Buena Esperanza, permanecimos nueve semanas frente a él, arriadas las velas, por el viento occidental y mistral en la proa, y tempestades pavorosas; cabo que ocupa los 34 1/2 grados, y a 1.600 leguas del de Malaca. Es el mayor y más peligroso del mundo.
Algunos de entre los nuestros -así enfermos, como sanos-, querían refugiarse en una factoría portuguesa por nombre Monzambich: por la nave, que hacía mucha agua; por el intenso frío; y, especialmente, por no tener qué llevarnos a la boca, salvo agua y arroz, ya que la carne que traíamos, por no haber dispuesto de sal, estaba enteramente putrefacta.
Pero algunos de los otros, con más avaricia de su honor que de la propia vida, determinaron, vivos o muertos, encaminarse a España.
Por fin, con la ayuda de Dios, el 6 de mayo doblamos el cabo aquel manteniéndonos a unas sus cinco leguas. O nos acercábamos tanto, o no lo habríamos pasado nunca. Navegamos después al mistral, sin repostar los víveres durante dos infinitos meses. En ese plazo murieron veintiún hombres. Cuando echábamos el cadáver al mar, los cristianos se sumergían siempre con el rostro arriba; los indios, con el rostro hacia abajo. Si Dios no nos enviaba buen tiempo, íbamos todos a morir de hambre. Por fin, a impulsos de irresistible necesidad, nos aproximamos a las Islas de Cabo Verde.
El miércoles 9 de julio dimos en una de las tales, la que nominan San Jacobo, y en seguida largamos la falúa a tierra, para avituallar. Con esta invención: decir a los portugueses que se nos había roto el trinquete bajo la línea equinoccial (callándonos que fue tan cerca del cabo de Buena Esperanza), y que, mientras reparábamos, nuestro capitán general, con las otras dos naves, había regresado a España.
Reiteramos a los de la falúa que, una vez en tierra, preguntaran en qué día estábamos; dijéronles los portugueses que jueves para ellos, y se maravillaron mucho, pues para nuestras cuentas era miércoles sólo y no podían hacerse a la idea de que hubiésemos errado. Yo mismo había escrito cada día sin interrupción, por no haberme faltado la salud. Pero, como después nos fue advertido, no hubo error, sino que, habiendo efectuado el viaje todo rumbo a occidente, y regresando al lugar de partida (como hace el sol, con exactitud), nos llevaba el sol veinticuatro horas de adelanto, como claramente se ve. Habiendo regresado la falúa a tierra por más arroz, detuviéronnos a trece hombres y aquélla también, porque uno de ellos, según más tarde -ya en España- supimos, contó a los portugueses que nuestro capitán había muerto, igual que otros, y que no íbamos a España.
Temiendo que enviasen carabelas a detenernos, igual, a nosotros, huimos rápidamente.
El sábado 6 de septiembre de 1522, entramos en la bahía de Sanlúcar; no éramos ya más que dieciocho, la mayor parte enfermos. El resto de los sesenta que partimos de Maluco... quién murió de hambre, quién evadiose en la isla de Timor, quiénes fueron ejecutados por sus delitos.
Desde que abandonamos esta bahía hasta la jornada presente, habíamos recorrido más de 14.460 leguas, y logrado la circunvalación del mundo, de levante a poniente. El lunes 8 de septiembre, echamos el ancla junto al muelle de Sevilla y descargamos la artillería completa.
El martes, todos, en camisa y descalzos, fuimos -sosteniendo cada uno su antorcha- a visitar el lugar de Santa María de la Victoria y de Santa María de la Antigua.
Partiendo de Sevilla, pasé a Valladolid, donde presenté a la sacra Majestad de Don Carlos no oro ni plata, sino cosas para obtener mucho aprecio de tamaño señor. Entre las otras, le di un libro, escrito por mi mano, con todas las cosas pasadas, día a día, en nuestro viaje. Fuime de allá lo mejor que pude, pasando a Portugal por explicar al rey Don Juan cuanto viera. Regresando por España, vine a Francia; e hice don de algunas cosas del otro hemisferio a la madre del cristianísimo Don Francisco, madama la regente. Al cabo, regresé a esta Italia, donde me di a mí mismo -así como éstas mis pocas fatigas- al Ínclito e Ilustrísimo Señor Felipe Villers Lisleadam, dignísimo Gran Maestre de Rodas.
El Caballero Antonio Pigafetta